Los dueños del aire

Anónimo

Desde los humildes tejares del camino de Alcorcón, los niños y las niñas, porque de ambos hay, desafiaban la tapia de la Casa de Campo. Sin saberlo, aspiraban los aromas que flotaban desde el otro lado, impregnando para siempre sus memorias.

Los pequeños, al inhalar el aire puro que parecía emanar del verdor al otro lado de la tapia, creían que era el aire mismo que el Rey respiraba, el mejor de todos. Esta fragancia, al amanecer, envolvía a los madrugadores, alentada por una densa corriente que los envolvía en una burbuja de supuesto bienestar.

Ajeno a su significado, los niños desde su atalaya experimentaban sensaciones placenteras que parecían acariciar sus débiles cuerpos. Caricias que reemplazaban la falta de afecto de sus progenitores, ausentes e indiferentes. Mientras tanto, a lo lejos, los capataces los llamaban a trabajar en el barro, ignorando sus lágrimas o risas.

Después de las regañinas y los golpes, volvían a su realidad de niños explotados. El dolor de las palizas apenas dejaba huella en sus cuerpos curtidos. Sin embargo, la atmósfera impregnada de sensaciones seguía tocándolos cada mañana, marcando la esencia de sus futuras nostalgias.

Con el tiempo, cuando la Casa de Campo se abrió a todos, muchos de aquellos niños, ahora adultos, regresaron en busca de ese aire que respiraron en su niñez, convencidos de que era un privilegio real, reservado para los Reyes, a quienes imaginaban como dueños de ese aire.

Y allí estaba, fresco y puro, el aire de la Casa de Campo.

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