Anónimo
Desde los tejares del camino de Alcorcón, los niños y las niñas, porque de ambos hay, se encaraman a la tapia de la Casa de Campo. Sin saberlo llenan sus pulmones y su memoria de los densos olores que provienen del otro lado. Aromas que para siempre impregnarán sus recuerdos.
Los niños, al sentir el aire limpio que parecía formarse entre el verdor del otro lado de la tapia, suponían, que el Rey respiraba un aire propio, el mejor de los aires. Fragancia que, al amanecer, alentada por una espesa corriente, sorprendía a quienes madrugaban para respirarla.
Sin comprenderlo los niños desde su atalaya notaban un bienestar en todos sus sentidos y como si una música agitara sensaciones invisibles, sentían unas manos acariciando con ternura sus débiles cuerpecillos. Caricias que jamás recibieron de sus progenitores de los que nunca conocieron un afecto. Desde lejos los capataces, a voces, los llamaban a la faena del barro.
Ellos abstraídos parecían sordos a los gritos que les requerían. Lloraban sin pretenderlo o reían en ese mismo instante en que las amapolas sangrentaban las cortadas más antiguas del tejar que llamaban del Olivillo.
Luego venían los regaños y algún bofetón que los retornaba a su hábitat natural de niños explotados. El dolor de las palizas apenas dejaba ya huella en sus curtidos cuerpos. Sin embargo, la inexistente mano de aquel aire lleno de sensaciones seguía tocándolos cada mañana, imborrable, marcando el contenido de sus futuras nostalgias.
Cuando el viento se giraba y las chimeneas del horno los envolvía con sus partículas cegadoras de hollín caliente, cerraban sus bocas esperando un vaivén que los liberara; que les diera un soplo de esperanza en aquella hondonada infernal y oscura.
Años después… cuando la Casa de Campo se abrió a todos, muchos de aquellos niños, adultos ya, vendrían buscando ese aire que respiraron en su infancia y que creían era privilegio de los Reyes, a los que imaginaban dueños del aire.
Y ahí estaba, fresco y limpio, el aire de la Casa de Campo.