Francisco Gamarra El Renegado

Por María Luisa Llorente

Fotografía de Francisco Gamarra El Renegado de mozo en su casa de la Casa de Campo
La Casa del Renegado y la mujer del Renegado en 1932

Del relato LA CASA DEL RENEGADO que trata sobre la vida de los que fueron, como si de un apellido se tratara, llamados «Renegados».

Si lo cuentas, di que te lo procuró:

María la hija del Llorente.

Ella piensa que sería capaz de reconocerlo si lo escuchara, aunque fuera a través de las paredes. Sus oídos de niña no pueden olvidarlo, ni tan siquiera confundirlo con otro que no fuera él: El Renegado.

Era su voz de sonido inconfundible, de marca áspera y gacha, de hablar difícil y palabras envejecidas. Por su lenguaje hosco y hacia adentro no entendías a la primera lo que había dicho. Hablaba sin gramática con un sonido carente de emociones, sobre todo, cuando hablaba de sí mismo, con respuestas cortantes y ásperas. De su acento no se lograba identificar el lugar de su origen, podía ser de cualquier sitio, aunque todos sabían que nació y se crio en la Real Casa de Campo de donde no había salido, ni para servir a la Patria, ya que sus servicios al Rey le evitaron la milicia.

Junto a mi padre, recordaba el Renegado la vez que subido a una carroza se llegó hasta el Palacio a por unos asuntos de urgencia. Y lo contaba con tanta pasión, que yo misma creí haberlo visto. Regresó sorprendido por el lujo. Siempre hablaría de aquel lugar como si de un paraíso se tratara; allí todo es dorado y el vestir de los porteros, más se parece al que aquí llevan los de más rango.

Mi padre, llamado El Llorente por su apellido no porque fuera dado al llanto, era su único conocido y la persona que le hacía hablar. Luego mi padre de regreso a la noche, le contaba a mi madre sus conversaciones, y lo hacía con la extrañeza de no saber si aquello había pasado o no.

Como él, mi padre, tampoco había salido más allá de los caramancheles, sino para inscribirnos de nacimiento o recabar papeles de notaría, y aunque de esta parte de la tapia, a los dos les parecía, cuando miraban atrás, que al otro lado estaba la principal causa de sus desgracias. Mi padre pensaba, al transcurrir de los años, que su suerte hubiera estado en tener asegurado el sustento como guarda en la Casa de Campo y el Renegado de la misma forma sentía que sus aspiraciones hubieran sido otras de haber podido salir en su tiempo de aquel lugar. Y lo decía sin detalles precisos de lo que le hubiera gustado trabajar. Yo pienso ahora que era un pensamiento moderno que mi padre había sembrado en su cabeza cuando le hablaba de oficios, con muchas ganancias que cualquiera ejercía sin habilidades.

Siempre pensé que el Renegado anotaba en su cabeza aquello que le interesaba y no porque lo dijera. Al conversar nunca se mostraba de frente, se perdía en el entorno, por costumbre, girando la cabeza al vacío, haciendo ver que su natural era vigilar extensas fanegas. Si le mirabas llanamente, se incomodaba vaciando la mirada al suelo, y allí la mantenía mientras parecía escuchar perdido en sus adentros. Nunca hablaba de sí mismo con otros, sino con mi padre y así y todo refería lo preciso. Su trabajo lo encerraba en una soledad constante donde no precisaba decir palabra alguna. Si escuchando había un superior, la incomodidad le hacía ganguea y apenas se le entendían, y más si era una mujer. Con los hombres era más elocuente, a causa del beber, pues nada se hablaba sin bebida; ya fuera del tiempo, la caza o de alguna reyerta en las Ventas de Alcorcón, que, aunque hubiera sucedido años ha, siempre salía a la tertulia.

Cuando el Renegado, por lo nuevo de su puesto; guarda de la nueva puerta, tenía los momentos precisos, salía a tomar un vino al Término, que tan próximo estaba, dejando a la mujer al tanto de la vigilancia, el deber es el deber.  A otro lugar no iba, más que al ventorro del Olivillo, como consecuencia de un encuentro que tuvo con un allegado que ahora regentaba un garito en la nueva parada del tranvía, el que fuera compañero en la Casa del Campo durante años, cuando se reencontraron a cada lado del mostrador, después de tomar un solo vino, este se lo cobró como a cualquiera. Una y no más, por el desprecio. No es rencor, sino rabia, decía, con las veces que tomó en mi casa durante años.

Con mi padre se tiraba la tarde toda frente a un pellejo de vino que yo misma había ido a llenar a la bodega de cerca de los Castañeda por el arroyo de abajo del Caraque. Por dos reales te llenaban la bota con más de tres cuartillos lo que los de arriba no te daban ni tres. Siendo yo una niña, de regreso de por el vino tinto, iba con cuidado de no llenar de lamparones mi vestido blanco. Con las manos extendidas, para alejar el rezumado de la piel, subía la cuesta y aunque otros niños se reían de mí, para mis adentros mejor era eso que una mancha y la reprimenda, que una vez me sucedió con la leche, tuve un mal tropiezo, y siempre se me recordaba antes de un mandado.

No sé cuándo sobrevino el cambio, pero aquellas conversaciones del Renegado con mi padre, poco a poco fueron abriendo el recelo interior de sus recuerdos, y como siendo yo pequeña en nada me tenían por presente creyéndome en mis deberes de pupila. Y yo todo lo escuchaba o a la noche preguntaba a mi madre lo que no comprendía. Como andaba en el principio de las letras y mi padre me procuraba tener a su lado en vigilancia, iba probando, como faena, a llenar trozos de cuartillas con lo que escuchaba, hojas con espacios en blanco que mi madre recogía en las aulas del Pedro Atienza cuando las limpiaba. Escritas sin otro orden que el que se me venía a la mente, sin más caligrafía que la del decir.

Me pregunté muchas veces por la suerte de estos escritos que aún conservo. Hubieron de unirse dos casualidades; de que mi padre los introdujo con los documentos que nos atestiguaban, y la condición de mi familia de no tirar nada. Cosa que la guerra pudo desbaratar, pues ni cartas ni otro recuerdo escondió en lugar seguro con las prisas de los soldados desalojando las casas. Cuantas veces mi madre echó en falta la máquina de coser y sus cucharas y tenedores de alpaca. En cambio, protegió aquellos papeles, como dije, con las escrituras de la casa creyéndolos de valor. Años después, cuando las encontró, a punto estuvo de quemarlas en el fogón, si no fuera porque yo se lo impedí. Y si así lo dispuso el azar, buenas son sus motivaciones y no hay razón para que nadie lo cambie.

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