Por María Luisa Llorente


Del relato LA CASA DEL RENEGADO que trata sobre la vida de los que fueron, como si de un apellido se tratara, llamados «Renegados».
Si lo cuentas, di que te lo procuró:
María la hija del Llorente.
Dedicado a María Luisa Llorente que en sus últimos años de vida me fue contando la vida del Renegado, al que conoció cuando era una niña.
Ella piensa que sería capaz de reconocerlo si lo escuchara, aunque fuera al través de las paredes. Sus oídos de niña no pueden olvidarlo, ni tan siquiera pensar en otro que no fuera él, el Renegado.
Era su voz de sonido inconfundible, de marca áspera y elevada, de hablar difícil y palabras envejecidas; por su lenguaje hosco y hacia adentro no entendías a la primera lo que había dicho. Hablaba sin gramática con un son carente de emociones, sobre todo, cuando hablaba de sí mismo, con respuestas cortantes y ásperas. De su acento no se sacaba el lugar de su origen, podía ser de cualquier sitio, aunque de todos era sabido que nació y se crio en la Real Casa de Campo de donde no había salido, ni para servir a la Patria, ya que sus servicios al Rey le evitaron la milicia.
Recordaba el Renegado la vez que subido a una carroza se llegó hasta Aranjuez a por unos asuntos de urgencia. Y lo contaba con tanta pasión, que hasta yo misma creí haberlo visto partir. Regresó sorprendido por el lujo. Siempre hablaría de aquel lugar como si de un paraíso se tratara; allí todo es dorado y el vestir de los porteros, más se parece al que aquí llevan los de más rango.
Mi padre, llamado el Llorente por su apellido no porque fuera dado al llanto, era su único amigo y la persona que le hacía hablar. Luego mi padre de regreso a la noche, nos contaba a mi madre y a mí sus relatos, y lo hacía con entusiasmo como si se viera incluso en ellos.
Como él, mi padre, tampoco había salido más allá de los caramancheles, sino para inscribirnos de nacimiento o recabar papeles de notaría y aunque de esta parte de la tapia, a los dos le parecía, cuando hablaban, que al otro lado estaba la principal causa de sus desgracias. Mi padre porque pensaba en el transcurrir del tiempo que su suerte hubiera estado en tener asegurado el sustento como guarda en la Casa de Campo y el Renegado de la misma forma sentía que sus aspiraciones hubieran sido otras de haber podido salir a su tiempo de aquel lugar. Y lo decía sin precisar lo que le hubiera gustado hacer. Yo creo que era un pensamiento moderno que mi padre había sembrado en su cabeza cuando le hablaba de lugares y oficios de los que se ejercían en la capital.
El Renegado nunca miraba de frente, se perdía en el entorno, por costumbre, procurando hacer ver que su natural era vigilar grandes fanegas. Si le mirabas llanamente, vaciaba la mirada al suelo, y allí la mantenía mientras parecía escuchar perdido en sus adentros. Nunca hablaba de sí mismo, sino con mi padre y así y todo lo que decía era lo preciso. Encerrado en su habitual soledad, no precisaba decir palabra alguna, pues siempre se quedaba sin vocabulario, si la frase se alargaba. Ante la incomodidad gangueaba y los sonidos apenas se entendían, sobre todo si había una mujer o superior escuchando. Con los hombres era más elocuente, a causa del beber, pues nada se hablaba sin bebida; ya fuera del tiempo, la caza o de alguna reyerta en las Ventas de Alcorcón, que, aunque hubiera sucedido años ha, siempre salía a la conversación.
Cuando el Renegado, por lo nuevo de su puesto; guarda de la nueva puerta, tenía los momentos precisos, salía a tomar un vino al Término, que tan próximo estaba de la puerta, insistía en que su mujer estuviera al tanto de la vigilancia, el deber es el deber. A otro lugar no iba, más que al ventorro del Olivillo, como consecuencia de un encuentro que tuvo con un allegado que ahora regentaba un garito en la parada del tranvía, el que fuera compañero en la Casa del Campo durante años, cuando se reencontraron a cada lado del mostrador, después de tomar un solo vino, este se lo cobró como a cualquiera. Una y no más, por el desprecio. No es rencor, sino rabia decía, con las veces que tomó en mi casa durante años.
Con mi padre se tiraba la tarde toda frente a un pellejo que yo misma había ido a llenar a la bodega de cerca de los Castañeda por el arroyo de abajo del Caraque. Por dos reales te llenaban la bota con más de tres cuartillos lo que los de arriba no te daban ni tres. Siendo yo una niña, de regreso de por el vino tinto, iba con cuidado de no llenar de lamparones mi vestido blanco. Con las manos extendidas, para alejar el rezumado de la piel, subía la cuesta y aunque otros niños se reían de mí, para mis adentros mejor era eso que una mancha y la reprimenda, que una vez me sucedió con la leche, tuve un mal tropiezo, y siempre se me recordaba antes de un mandado.
No sé cuándo sobrevino el cambio, pero aquellas conversaciones del Renegado con mi padre, fueron abriendo el reservado interior de sus recuerdos y como siendo yo pequeña en nada me tenían por presente creyéndome en mis deberes de pupila, y como andaba en el principio de las letras y mi padre me procuraba tener a su lado en vigilancia, iba probando, como ejercicio, a llenar trozos de cuartillas con lo que escuchaba y mi padre me contaba, papeles que mi madre recogía en las aulas del Pedro Atienza cuando las limpiaba. Sin otro orden que el que se me venía a la mente, sin más caligrafía que la del decir.
Me pregunté muchas veces por la suerte de estos escritos. Hubieron de unirse dos casualidades; de que mi padre los introdujo con los documentos que nos atestiguaban, y la condición de mi familia de no tirar nada. Cosas es que la guerra mantuvo, pues ni cartas ni otro recuerdo escondió en lugar seguro con las prisas. Como hiciera con la máquina de coser de mi madre y unas cucharas y tenedores de alpaca. En cambio, protegió mis escrituras, como dije, con las de la casa creyéndolas de valor. Años después, cuando las encontró, a punto estuvo de romperlas, si no fuera porque yo se lo impedí. Y si así lo dispuso el azar, buenas son sus motivaciones y no hay razón para que yo las cambie.