María Luisa Gabriela de Saboya

Soy la reina más joven que ha tenido España, doce años. No es uno de esos sucesos que merezcan algún realce, pero era así; pasé de los juegos infantiles a la más agitada cancillería de Europa.

Mis padres los Duques de Saboya Víctor Amadeo II de Saboya y Ana María de Orleans me tuvieron el 13 de septiembre de 1688, era la segunda de las dos hijas de su matrimonio. Mi hermana María Adelaida con la que apenas pasé unos años se casó cuando yo tenía nueve años y mi hermano Carlos Manuel nació el mismo año de mi boda. Nunca fui una niña, recuerdo que me educaron para el matrimonio y cuando llegó mi casamiento otros decidieron por mi. No fueron ni tan siquiera mis padres, fue decisión del Rey de Francia Luis XIV el que me casara con mi primo; Felipe V de España.

María Luisa Gabriela de Saboya

La boda, por poderes, se celebró seis días antes de que yo cumpliera los trece años, en la iglesia de la Sábana Santa de Turín. Ese mismo día 11 de septiembre de 1701 se celebraron las fiestas nupciales en el Castillo de Racconigi y al amanecer del día 12 partí con mi familia hacía España.

Como si fuera una persona sin decisión propia se me llevaba de un lugar a otro sin tener en cuenta mi consentimiento, y sin él, obligaron a mi familia y damas de compañía a que me dejaran sola, en manos de otros servidores, antes de pisar España, eran órdenes que venían de Francia. Entre sollozos y lamentos me despedí de aquellos que tanto necesitaba y prometí que me quejaría al Rey por estos agravios. Aún no había entrado en mi reino cuando me vi sola; enseguida vino a consolarme la nueva dama de compañía que me habían asignado, era una mujer mayor con aire sereno y dulce que se me presentó como la Princesa de Orsini y fue tanto su afecto que lloró conmigo. Luego seríamos buenas amigas, porque el Rey no sabía italiano ni yo francés y ninguno de los dos español, la princesa desde ese momento tuvo que ser mi intérprete.   

Os diré que el viaje desde Italia fue una aventura con percances debido al mal tiempo, habían pasado quince días y aún me faltarían una semana para llegar a Figueras donde por fin acabaría mi viaje, era el 2 de noviembre de 1701.

El Rey quiso salir a recibirnos y así lo recogen las crónicas: “El Rey Felipe V, que había llegado a las vísperas a Figueras, quiso salir a recibir a su esposa con el deseo de conocerla sin ser de ella conocido, y vistiendo un sencillo traje de caballero montó a caballo y fue al encuentro del coche real, que halló cerca de la Junquera. Acercóse al carruaje y fue escoltándole, departiendo con la Reina y con la Princesa de los Ursinos, que así llamaban en España a la Orsini. Cuando llegó a la Junquera el Rey se separó de ellas altamente prendado de la que venía a ser su esposa”.

Como suponéis el Rey creyó que era una incauta, pero enseguida fui consciente del engaño por el trato y la confianza que le daban a ese joven rubio de aspecto gentil y educados modales que hablaba de una manera extraña el poco italiano que había aprendido para la ocasión. Las traducciones de la Princesa no dejaban dudas.

Felipe V

¿Quién se habría atrevido a dirigirse así a su Reina?

El Rey me contó unos días después la buena impresión que le di, yo era una niña de pequeña altura, no todo lo bella que desea cualquier mujer, pero muy elegante. Mi cabello castaño y mis ojos casi negros se llenaba de fuego con mi mirada. Mis rasgos infantiles, dijo el Rey, hacían de ti un deseo agradable mezcla de ingenuidad y gracia. Tu piel blanca, tus mejillas gruesas, tus pies pequeños y manos suaves. Eres mucho más encantadora de como aparecías en los retratos y al hablar con este idioma desconocido agrandas el misterioso deseo que en mi provocas.

María Luisa Gabriela de Saboya

El 3 de noviembre se celebró la misa de velaciones en Figueras. En la fiesta se sirvió comida española y todo iba bien hasta que puse al Rey al tanto de mis desavenencias por el trato sufrido al ser apartada de mi familia y damas de compañía, el Rey, al decir de la intérprete, quitó importancia al asunto y dijo que eran niñerías. La cosa se tornó en enfado y pronto dejé claro mi carácter italiano, no dejando entrar al Rey en mi lecho.

El Rey que tenía entonces diecisiete años y ardía por consumar su matrimonio, se disculpó y me prometió que jamás dejaría que nadie me faltara al respeto como Reina. Y puso tanto empeño en que le perdonara que al tercer día dejé la puerta de mi cuarto abierta y nunca más la cerré para nuestros encuentros.

Mi enfado llegó hasta la Corte francesa donde Luis XIV en una misiva le pedía a Felipe que me hiciera feliz y no tuviera en cuenta mis enojos que achacaba a los mimos con los que me habían educado. Y si es cierto que pedía a la vez mano dura con mis antojos, he de decir que el Rey jamás levantó su mano ni su voz para contradecir mis voluntades.

Princesa de los Ursinos

 La Princesa de los Ursinos me aconseja acertadamente y yo sigo sus reflexiones. Cada día salimos a pasear por la Casa de Campo, a la que espero seguir viniendo cuando nos alojemos en el Palacio del Buen Retiro, que, aunque lleva un trecho venir merece la pena por el silencio y aislamiento con que se puede pasear. Mientras caminamos me enseña español que a mi me parece sencillo; ella señala las cosas que vemos y lo pronuncia y yo lo repito. Ya sé los nombres de los árboles y las plantas. Me alaga diciendo que aprendo mejor el español que el Rey al que también enseña. Caminamos hasta lo más profundo de este jardín, en la soledad más absoluta, los vericuetos me recuerdan mi infancia en Chamberí corriendo detrás de mi hermana mayor María Adelaida, aquel lugar no es igual, pero se le parece en mi deseo de encontrar algo de la patria de la que he sido arrancada. El Rey no comprende que venga a este lugar y yo no sé cómo explicárselo.

Desde mi llegada a España en el ambiente de la Corte se respira el conflicto que nos enfrenta con la mayor parte de Europa. Aún no comprendo la política. El Rey no tiene las ideas claras sobre ningún asunto y le oigo, en francés, discutir con sus asesores. El problema, dice la Princesa de los Ursinos, es el poder que han acumulado los borbones franceses, y que al aceptar la corona española el Rey Felipe V ha vulnerado los tratados firmados con Alemania e Inglaterra. Yo apenas profundizo en el asunto, pero un año después de nuestra boda el Rey se marcha a la guerra a tierras italianas. No me deja que le acompañe, yo quiero volver a mi querida Italia y así abrazar a mi familia. Dice Felipe que mis padres están aliados con los enemigos de nuestra patria y no debo visitarlos. La Princesa de los Ursinos piensa que es mejor que me quede, que no es bueno que los dos salgamos de España, al final ella tiene razón.

Hoy 8 de marzo de 1702 el Rey ha firmado un decreto por el que me otorga la regencia de España y así un mes después inauguro las Cortes de Aragón y en junio vuelvo a Madrid entre un aclamador pueblo que me quiere. Tengo aún trece años y la difícil carga de reinar un país en guerra, durante este tiempo de Regencia no he dejado escapar la ocasión de ayudar a mis vasallos y mirar por sus intereses.

Mientras mi esposo lucha en Lombardía, yo procuro no romper las amistades con catalanes y aragoneses. Mi español sigue aumentando, ya me dirijo en este idioma a los prelados que lo hablan. Con el Rey aun no me atrevo, sin que a decir frases fáciles y sonreír.

Y sola en el Palacio del Retiro y cuando mis obligaciones me lo permitían, seguía bajando a pasear y conversar en español a los jardines de la Casa de Campo que no tienen comparación con los del Retiro, allí me visitan a veces mis asistentes el Marqués de Villafranca, los Duques de Medinaceli y el cardenal Portocarrero. En la paz de ese sitio los problemas se suavizan y se toman las mejores decisiones. Los paseos en las falúas cuando estas están dispuestas, disuelven mis preocupaciones.

Me anuncian que el Rey regresa de Italia el 20 de diciembre de 1702 por Barcelona, preparo mi equipaje y salgo a su encuentro a Guadalajara. Han sido unos meses muy duros e intensos. Recuerdo que ayer fue el día de su veinte cumpleaños. El Rey no se separa de mi y le da miedo regresar de momento a Madrid, nos quedamos cerca de un mes en Cataluña. El 17 de enero de 1703, juntos, regresamos a Madrid, sus gentes nos reciben con algarabía.

Pero el destino no lo escribimos solo nosotros, el mío lo escriben otros y yo tengo que padecerlo. Casada a mis trece años con un Rey que no habla mi lengua, viviendo en país extranjero y si esto fuera poco, hoy han llamado a Versalles a la Princesa de los Ursinos y la han relegado de mi servicio.

El Rey entra serio y pensativo, como extasiado por los acontecimientos, me enseña un documento: El Archiduque Carlos de Austria nos ha declarado la guerra nombrándose Rey de España. El Rey me abraza y como un niño deja que le acaricie su pelo, mientras me habla mitad español, mitad otro idioma, en su tristeza el Rey piensa si no es mejor abdicar, no sé qué decirle, parece tan solo.

Pero no abdicó y en marzo de 1704 el Rey se marcha hacia Extremadura para contener el ataque del Archiduque Carlos que viene de Portugal. Otra vez me hago cargo de la Regencia; me paso todo el tiempo encerrada revisando los asuntos de Gobierno y ya que he aprendido el español, me atrevo a leer, desde el barcón de Palacio, a los madrileños los partes de guerra que manda el Rey.  

He cumplido los quince años y apenas he disfrutado de mi condición de Reina, aquí todos deciden, frente a la debilidad del Rey y mi condición de mujer. Yo sigo esperando que la Princesa de los Ursinos regrese de Versalles, echo de menos sus consejos que más son de una madre que de una súbdita.

Debido a mi insistencia ya está aquí de nuevo, nos abrazamos como dos amigas y ella trata de quitar lagrimas al encuentro. Pronto su consejo se hace necesario:

Debes llevar la Corte a Burgos ante el avance del Archiduque Carlos que se encuentra cerca de Madrid.

Así lo hago y el Archiduque entra en Madrid con más pena que gloria.

Hoy es un día alegre para mí, el Rey a decidido que ya no es necesaria su presencia frente a las tropas y ha venido a Burgos para que regresemos a Madrid.

Ya el Archiduque Carlos ha abandonado la ciudad y todos esperan nuestro regreso. La euforia del Rey a la que es tan propenso me hace sentir enormemente feliz, nos pasamos los días en la más íntima soledad mirando desde nuestros aposentos los bellos paisajes de este Madrid que ahora no cambiaría por mi querida Saboya. De estos momentos febriles quedé embarazada. Estaba a punto de finalizar el año 1706 y llevaba seis años de casada y recién cumplidos los dieciocho años.

 El 25 de agosto de 1707 como anunciaban los plazos, estando en el Palacio del Retiro vino al mundo mi primer hijo; contradiciendo las costumbres españolas me ha atendido un comadrón francés Julián Clément. Así me lo aconsejó la Princesa. El parto se produjo ante la presencia obligada del Mayordomo mayor. Al niño le vamos a llamar Luis por el Rey de Francia. Nada más nacer me retiraron a la criatura, vino el doctor Juan Bautista Legendre tocó mis pechos y como estaba previsto entregaron el niño a la nodriza burgalesa, de noble cuna, Águeda Ortiz de Ibarrola para que lo amamantara.   

Es tanta nuestra alegría que Felipe ordena un indulto de todos los presos y desterrados. Al fin un heredero que será Príncipe de Asturias. Mi condición de madre me hace sentirme atada a él de una manera que nunca había sentido. Y me molesta que los protocolos le tengan tan alejado de mí.

Los ceremoniales en la Corte, por el bautizo del Príncipe, eran algo que el pueblo esperaba. Hubo tres días de luminarias y el canto del Te Deum y otras celebraciones. Sin embargo, la situación política quitó esplendor a este nacimiento que aseguraba un heredero a los Borbones.

Cuando en 1709 quedé de nuevo en cinta, ya las cosas habían tomado otro sentido, y mi pequeña experiencia restó dramatismo a esos momentos. Ya no estaba obligada a la sucesión y si no era un varón no se me tendría en cuenta. No sabía yo que estos trances no son iguales, pues la cosa no fue tal como se esperaba, el niño nació aparentemente sano, le llamamos Felipe como su padre, mas no fue bendecido por la vida y murió seis días después para que nuestra felicidad no fuera continua y se uniera a los nuevos acontecimientos.

En 1710 las tropas del Archiduque Carlos acosan el centro de la península y de nuevo tenemos que salir de Madrid hacia Valladolid. Felipe se pone al frente de las tropas y en Brihuega y después en Villaviciosa de Asturias, consolida su victoria y Carlos tiene que huir hasta Cataluña donde aún le respaldan. Felipe va detrás de él con su ejército.

Era tanto nuestro amor y deseo que en esos momentos el Rey aprovechaba cualquier momento de calma para vernos. Yo viajaba a los lugares más próximos, pero seguros, y allí pasábamos las jornadas.

Así lo recoge el mariscal Tessé:

“El soberano, por breves días abandonará el mando del ejército, porque lleva cerca de tres semanas sin ver a la Reina, y esto le es ciertamente insufrible”.

Yo mientras dura la guerra voy trasladando la Corte de un lugar a otro según convenga para facilitar los encuentros con el Rey. Estando precisamente en Zaragoza tuve los primeros síntomas de una enfermedad desconocida que me inflamó parte de mi cuello. Luego me vino una fiebre y delirios y lo más tremendo fueron los dolores de cabeza. Los médicos me han aconsejado que me corte el pelo a rape para aplicarme en ella sangre de pichón con lo que me alivian levemente. Hoy he tenido que viajar a Corella tendida en el suelo de mi carroza debido a mi debilidad.

Estoy muy preocupada, mi cuello aumenta su hinchazón y temo que cuando el Rey me vea me rechace. Uso una peluca de crines blancas que tapan la ausencia de pelo. Hoy viene el Rey, antes de su visita me he anudado vaporosos chales a mi cuello y he coloreado mis mejillas. El Rey en su ardor varonil no ha reparado en mis daños, incluso me ha besado sin reparo.

Mientras… la Guerra por la Sucesión termina. Carlos se hace con el trono de Alemania y ceja en sus pretensiones. Regresamos a Madrid el 15 de noviembre de 1711. Ya presiento que estoy de nuevo embarazada, el 6 de junio de 1712 doy a luz otro niño al que volvemos a poner el nombre de Felipe. Estaría contenta si mi salud no me lo impidiese. La cabeza parece que me va a estallar y ya no encuentro alivio en ningún remedio. El pelo de mi cabeza no me ha vuelto a crecer y me cubro de una peluca empolvada. El Rey aun me visita y yo en la penumbra en que pongo la estancia me hace sentir una mujer normal, sana y amada. Solo temo contagiar a mis hijos esta enfermedad o al Rey, ya que los doctores no dan conocimiento a su origen.

En 1713 se sella la paz en Utrech y yo me encuentro de nuevo embarazada, mi salud inspira cuidados y temo que este embarazo mine más mi deterioro. El 23 de septiembre doy a luz por cuarta vez y de nuevo un varón al que hemos puesto de nombre Fernando. Lo he pasado muy mal, pero ya me estoy restableciendo del alumbramiento. A veces abrazo a mi pequeño entre mi pecho y lloro pensando que me voy a morir, la nodriza me mira con disgusto pues teme el contagio y me quita al niño.

Contra mi propio pronóstico, pues creí morirme, ha llegado 1714, estoy convaleciente y no voy si no de mi lecho a un sillón, con el consiguiente cansancio. La hinchazón de mi cuello a penas me deja respirar, al menos el sillón me facilita la respiración. No quiero que nadie me vea, pues no solo el cuello se me ha inflamado, sino mi cara. No puedo comer, me alimento de líquidos y aún así me cuesta tragar. Me dan los doctores yerbas vulnerarias que me adormecen y marte tartarizado para los dolores.

El 14 de febrero de 1714 me despierto sin ánimo, a mi lado está el Rey que no ha abandonado su amor por mi y la Princesa de los Ursinos. Temo que el Rey se torne loco por mi enfermedad, pues le veo deambular por la habitación como un poseído.

Sé que me voy a morir. Hago que traigan a mis tres hijos para que sea esta mi última imagen del mundo.

Con 25 años la Reina María Luisa Gabriela de Saboya murió en el Palacio del Buen Retiro de Madrid. Los médicos dijeron que la dolencia que le llevó a la muerte fue la tuberculosis.

A su muerte el Rey Felipe V desarrolló un estado melancólico, así lo describió la Princesa de los Ursinos:

El Rey vive sumido en la más honda tristeza. No descansa. Le parece que el Palacio esta lleno de sombras y habla de abandonarlo. Llora con frecuencia y no quiere ver a nadie. En el instante de exhalar el último aliento mi Señora, su Majestad tenía reclinada la cabeza en la misma almohada, muy cerca de la de ella, y las manos apretadas con las suyas. Mi pluma se resiste a describir aquel momento cuando el Rey a la muerte de la Reina fue dominado por la más enorme aflicción...

… no obstante, ese mismo año, el Rey volvió a casarse con otra italiana; Isabel de Farnesio que tan mal habría de portarse, como madrastra, con los hijos de María Luisa.

Así concluye el relato.

María Luisa Gabriela de Saboya fue la única reina española que tuvo dos hijos que llegaron a ser reyes; Luis I y Fernando VI, dos hijos que con sus actuaciones, no premeditadas, consiguieron que la Casa de Campo llegara hasta nuestros días.

El hecho de que Luis I regalara la Casa de Campo a su hermano Fernando VI hizo que este la ampliara hasta multiplicarla por doce.

El amor que el Príncipe Fernando tenía por la Casa de Campo en 1725 le venía de que en ella podía sentirse libre de los malos tratos que su madrasta le infligía y olvidar su orfandad. No había conocido a su madre y con once años y tras la muerte de su hermano Luis se convierte en el heredero a la corona, sin estar preparado ni ambicionarla.