María Cristina de Borbón

A pesar del tiempo transcurrido, aún recuerdo aquel día, era septiembre de 1829 y venía de un largo paseo con mi madre la Infanta de España María Isabel, fui llamada a la presencia del Rey Francisco I de las dos Sicilias mi padre. En la llamada había un tanto de inquietud y premeditación, ya que las criadas me hablaron de un modo extraño y cariñoso, de una manera tan picaresca y precisa, que seguro sabían antes que yo la noticia.

María Cristina de Borbón

Había nacido el 27 de abril de 1806 en Palermo.

Mi hermana Luisa, que era un año mayor que yo, hacía diez años que estaba casada y ya había sido madre de ocho hijos. Por eso entendía el revuelo que se había organizado con la petición de mi mano por parte de mi primo el Rey de España.

Os aseguro que jamás pensé en una boda y no porque mi edad no lo requería, sino porque yo me encontraba radiante en mis actividades cotidianas; bajaba al jardín donde aprendía a cuidar de las flores y a saber su nombre y procedencia, después paseaba por los pintorescos establos para acariciar a los fogosos caballos de crines ásperas y brillantes. Nadie diría que era la hija preferida de entre mis once hermanos, sé que a ellos les preocupaba mis inclinaciones agrícolas; “Hija como vas a gustar a un hombre si tus gustos son lo de una labriega”. Pero a la vez se alegraban de que estuviera con ellos junto a mis hermanas; María Antonieta, María Amalia, María Carolina, Teresa Cristina. Ellas en nada se parecían a mí, yo era alegre e impetuosa, un remolino decía mi madre.

Y todo eso acabó de pronto a mis veintitrés años. Recuerdo que cuando me ponía nerviosa me mordía la mano, escuchando a mis padres anunciándome mi matrimonio, cuando solté mi mano para respirar, mis dedos se tornaron rosáceos y azulados y un inmenso dolor me acusaba de haberme excedido.

El día 8 de diciembre, después de un fatigoso viaje, llegué a Aranjuez y fue ese día en el que conocí a mi primo el Rey de España. Pronto sentí que era apreciada por esa persona que muchos me habían pintado de antipático y solemne.

Mi presencia le produjo una gran satisfacción y lo comprendo, porque yo era alta, esbelta, con un pelo castaños abundante y ojos grandes y oscuros, tenía la piel, a pesar de mis aficiones, blanca y rosada. Gracias a mi talla mi peso pasaba desapercibido, sé que a los hombres le gustan las mujeres de peso y yo también tengo esa virtud.

María Cristina y Fernando VII en 1930

Tres días después nos casamos era el 11 de diciembre de 1829 yo tenía, como dije, veintitrés años y Fernando cuarenta y cinco.

A pesar de su fama de estricto y aburrido conmigo se portó como un ejemplar galán; cariñoso, atento a mis caprichos y de una ternura insospechada. Empezó por llamarme su “pichona” y se lamentaba de no haberme conocido antes.

Yo, acostumbrada al trato directo con la gente chocaba con el carácter del Rey, pero en vez de corregirme fue él quien cambió su desagradable aspereza. Fernando, le decía, debes ser generoso con el pueblo que tanto te ha apoyado y perdonar a los que no te quieren, y él me prometía algunos indultos entre sus enemigos encarcelados.

Muy pronto me quedé embarazada, cosa muy normal en mi familia, y en marzo de 1830 se da oficialmente la noticia.

No creáis que todo era tan simple y bondadoso. En la Corte se fraguaban ásperos enfrentamientos sucesorios. El hermano de mi marido el Infante Carlos María Isidro de Borbón anhela ser el heredero a la corona de España y no ha visto con buenos ojos mi embarazo, sospecha que si tuviera un hijo varón rompería sus deseos de coronarse Rey de España.

Al saber de mi embarazo el Rey y yo hemos hablado tendidamente del asunto, pronosticando que pudiera tener una hija, en su afán por agradarme el Rey me ha prometido que hará lo posible por abolir la Pragmática Sanción que su padre había redactado pero que no se llevó a efectos. Con la abolición está asegurada, sea cual sea la descendencia, la sucesión.

El día 10 de octubre de 1830, nace mi hija Isabel, había sido un embarazo sin complicaciones y de la misma forma fue un parto sencillo y que unos días después ya estaba haciendo vida normal y paseando por la Casa de Campo.

El nacimiento de Isabel ha desatado las polémicas sobre la sucesión, afortunadamente todo a quedado bien atado, aunque Don Carlos parece no dar su brazo a torcer y se empeña en reclamar ser heredero no reconociendo la abolición de la Pragmática. Muchos quebranto y futuras desavenencias producirán estos acontecimientos que marcarán mi vida futura.

En la primavera de 1831 estaba de nuevo embarazada y el 30 de enero de 1832 doy a luz otra niña Luisa Fernanda. Es de agradecer a la naturaleza que mis embarazos y partos sean tan sencillos y sin sobresaltos. En este periodo el Rey, que ha mejorado mucho su carácter, que sabe de mi gusto por el campo y la ganadería, me ha dicho que me va a regalar uno de los lugares más hermosos y cercanos al Palacio que conozco; la Faisanera y su bosque en la Casa de Campo. Este lugar donde a veces me alojo para recordar mis paseos y aventuras de antaño, me llena de unas sensaciones indescriptibles, a veces cuando lloro por aquella libertad perdida aquí la encuentro esperándome.

El Rey que me ha prometido el regalo de la Faisanera, su huerta y Bosque, no sabe si puede hacerlo y ha dado órdenes a Juan Blasco Negrillo; “Quiero que preguntes al archivero sí la Casa de Campo está vinculada, o mayorazgada; pide noticias al Archivo, o a quien lo sepa; consultarás con el Asesor de la Casa, como se ha de hacer para que la Posesión que yo he regalado a la Reyna, quede propiedad suya, sí quedase viuda y sin hijos”.

No pudo ser, la Casa de Campo no puede segregarse, le dijeron al Rey, yo le consuelo diciendo que nadie me impedirá que vaya a ella para disfrutarla y seguir con los proyectos que tengo en experimento en la Casa de Vacas. Ya he llevado las cabras que tenía en el Retiro a la Casa de Campo.

Ayer he vuelto a sangrar por la nariz, mi médico dice que es una explosión de energía. Es desagradable que la sangre manche mi vestido y como me sucede de repente no puedo evitarlo. Sucede cuando estoy radiante de alegría y contengo mis emociones por protocolo. En los paseos que a menudo dirijo por la Casa de Campo en dirección a los establos observo a las mujeres que lavan su ropa en el arroyo y me gustaría al igual que ellas dejarme empapar por sus frías aguas. Las oigo murmurar a mi paso, sé que mi presencia despierta comentarios encontrados, piensan que no es la misión de una Reina encargarse de trabajos tan vulgares como la ganadería. Si ellas sintieran como yo el placer de ver tan lustrosas las vacas, seguro que me comprenderían.

Ayer en la Granja tuve una desagradable experiencia, el Rey cayó enfermo de súbito y todos creyéndole agonizante tomaron partida en su sucesión. Muchos de mis sirvientes me abandonaron para rendir pleitesía a Don Carlos y Doña Francisca, incluso les llamaban Majestad.

El rumor de su muerte a llegado a todos los lugares como una realidad. Alguien ha pretendido una transición donde yo no tuviera cabida.

El Rey se ha recuperado y los criados retornan cabizbajos y sumisos, yo les perdono su precipitación y sigo pendiente de la mejoría del Rey.

Todos estos acontecimientos hacen que cuando el Rey recobra la salud me instruya en la gobernanza del país ya que teme que su hermano me suplante valiéndose de alguna treta. El 20 de junio de 1833 se decreta sea jurada como Princesa de Asturias la infanta Isabel.

Los acontecimientos y la frágil salud del Rey van tomando una forma alarmante el medico me da personalmente su estado clínico:

“tiene gota en los riñones, hernia vieja, algo de retención en la orina, no puede andar, pero lo demás está bien del cuerpo y de la cabeza”.

El 29 de septiembre de 1833 muere el Rey, le faltaban unos días para cumplir cuarenta y nueve años. Las crónicas señalaban que Fernando VII había sido el peor monarca de la historia. Otros alababan su popularidad entre las gentes. Yo sé que todo no era perfecto en él y que a mi lado conoció los momentos mejores de su reinado y yo la decadencia de un hombre hosco con los demás, pero entrañable y amoroso conmigo.

Así me quedé viuda con veintisiete años y con el encargo de gobernar como Regente hasta que la Princesa de Asturias tocara la mayoría de edad.

A mediados de octubre de 1833 quince días después de la muerte del Rey me acuerdo de un hecho que marcaría mi vida. Os lo voy a contar tal como fue, ya que después se difundieron distintas versiones:


“Para descansar de las jornadas vividas me iba a pasear, en coche por mi debilidad, a la Casa de Campo, en uno de esos trayectos comencé a sangrar por la nariz, y la hemorragia continuó hasta consumir los pañuelos de que se disponía. Fue preciso acudir al oficial de la escolta que, muy galantemente extendió hacia mí su pañuelo. Un instante después, pasado el mal, devolví la prenda al capitán Muñoz, quien bizarramente y con gesto galante se lo llevó a los labios”.

De regreso a Palacio investigué los orígenes y virtudes de este capitán de “ojos de árabe, cejas negras y bien arqueadas y cabello como el azabache”.

Pedí su ficha militar:

Pertenecía a la Compañía de Guardias de Corps. Se trataba de Agustín Muñoz y Sánchez natural de Tarancón Cuenca, nacido el 4 de mayo de 1808, hijo de Juan Antonio Muñoz y Funes y Eusebia Sánchez Ortega.

No tengo que deciros que aquel gesto, lleno de insinuaciones, me conmovió y sin poderlo evitar no dejé de pensar en él durante los días siguientes. Era un joven de veinticinco años tan apuesto y galante que mi cuerpo temblaba pensando en él. Pasados unos días sin saber que hacer, busqué la manera de procurar otro encuentro. La Casa de Campo era el lugar idóneo, allí lejos de los ojos irreverentes de los que desconocen la fuerza del amor, paseamos, hablamos y como si fuera el capricho de una adolescente le pregunté si me amaba:

“Señora sois el más bello deseo que he tenido nunca, os amo desde que tuve la suerte de conoceros hace unos años”.

¡Cuánto hubiera dado por ser una simple ciudadana! para poder dar rienda suelta a mi pasión por el joven más hermoso que hay sobre la tierra. Mi situación de Reina Regente no me permitía el matrimonio. Lo que me llevó a idear una boda secreta.

El 28 de diciembre de 1833 habiendo pasado tres meses de mi viudez me casé con Agustín. El sacerdote que ofició la ceremonia fue Marcos Aniano González, que era amigo de Agustín y así guardaría mejor el secreto.

La ceremonia se celebró en el Palacio de Oriente, a las siete y media de la mañana, actuando como testigos el marqués de Herrera y Miguel López de Acevedo. Habíamos previsto hacerlo en la Casa de Campo, pero la mañana se presentó fría y desagradable para bajar a la Faisanera. A pesar del secreto el pueblo se enteró enseguida por medio de pasquines y correveidiles.

A decir verdad la ceremonia no tuvo valor de Estado y mis relaciones tenían que permanecer en secreto y fue la Casa de Campo el punto de nuestros encuentros furtivos como si fuéramos unos locos enamorados, en la Faisanera puse mi acomodo en unas estancias que antaño utilicé como lugar de escapada.

Como no se trata de una novela, excuso contaros los momentos ilusionados que viví cuando ya creía terminada mi vida amorosa.

Ocho hijos tuve con Agustín y de los primeros tuve que ocultar no solo el embarazo, sino el propio parto.

Para disimular los embarazos llevaba ropa amplia y cuando ya era evidente mi estado suprimía las audiencias. Lo peor era que después del parto y sin apenas haber visto a la criatura el médico daba el niño a una nodriza que vivía en las proximidades de los Sitios Reales para que nosotros pudiéramos verlo.

Recuerdo cuando a las cinco horas de haber dado a luz tuve que acudir a leer el discurso de apertura de las Cortes. No pude soportarlo y a mitad del discurso me desmayé levantando de nuevo las sospechas y las habladurías.

He prometido no hablar de política por eso los años siguientes fueron solo eso; Política.

El 12 de octubre de 1840, eran las ocho de la tarde, tuve que renunciar al trono del que era regente para favorecer el reinado de mi hija Isabel. Cinco días después embarco en un vapor rubo a Francia, me despido llorando de Isabel y Luisa Fernanda mis dos queridísimas hijas.

Entonces se supo fidedignamente mi matrimonio clandestino con Agustín ya que Espartero que asume el poder lo ha hecho publicar. Ya me daba igual incluso lo prefería a las habladurías y calumnias que circulaban por la Corte.

Desde Marsella se me deja que dirija un manifiesto a los españoles explicando las causas de mi renuncia.

Era tal la persecución a la que me tenían sometida que tuve que adoptar una personalidad diferente para evitar ser víctima de un atentado, tanto yo como Agustín nos hicimos llamar; La Condesa de Vista Alegre y él señor Medina.

Como mi matrimonio no está reconocido hemos pedido que el papa Gregorio XVI lo valide y este, en una penitencia, nos impone que durante tres meses debemos estar sin compartir alcoba. No lo cumplimos y tampoco lo cumplió el papa. Tuvieron que pasar dos años para que se reconociera nuestro enlace.

Estoy impaciente porque llegue la mayoría de edad de Isabel, cuando cumpla los trece años el 10 de noviembre de 1844 quiero estar a su lado.

Hoy ha muerto Agustín es el 13 de septiembre de 1873, hemos vivido juntos casi cuarenta años y he sido muy feliz. He comprado un panteón para que cuando yo muera sea enterrado con él.

En Saint-Adresse Francia muere María Cristina de Borbón y Borbón el 22 de agosto de 1878. No se cumple su deseo de ser enterrada con Agustín Muñoz ya que a ser considerada viuda de Fernando VII le corresponde ser enterrada en El Escorial, tenía setenta y dos años.


Temas que le conciernen:

La Casa de Vacas

La Faisanera

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