El día que el Rey llegó en tren

PARA INAUGURAR UNA ESTACIÓN DE FERROCARRIL

Sonaban más de la cuenta los ruidos propios de la Casa de Campo. Los coches con sus caballos ensordecían los frágiles oídos de los empleados, que no estaban para tanto trote.

La abuela de la Casa de Castilla, que era sorda, apenas se enteró del acontecimiento.

¡Viene el Rey! 

Le gritó desde la puerta el marido de su hija.

José el guarda que había pintado su nombre en las piedras centenarias que Sabatini mandara cincelar para los sillares de la grandiosa puerta, se hacía llamar «Pepe».

“Pepe” en su condición de portero estaba dispuesto las noches y los días, hiciera o no tiempo intempestivo y bastaba… eso, decir ¡Pepe! para que el hombre que, dormitaba medio vestido, tomara el candado en su mano y abriera la puerta a quien se lo solicitara ¡claro está! que la persona contara con autorización para el tránsito. 

La abuela no sabía que en este año de 1879 el Rey Alfonso XII, nuestro señor, iba a reinaugurar en la Casa de Campo el apeadero de los caminos de hierro del norte en la zona donde el tren se sosegaba por la planicie, muy próximo a la Casa de Vacas. Instalaciones que dispuso su augusta madre, pero que nunca se habían inaugurado oficialmente.

Para la ocasión se llenaron de invitados los tres recintos de acogida, adornados con banderolas propias de una feria.

El apeadero aprovechaba que el monarca, que venía del Escorial, haría escala en la Casa de Campo y pasaría la noche en la Casa de Vacas, para al amanecer y ya en coche bajar hasta Palacio.

Parecía una sorpresa de cumpleaños, pues al asomar el tren en lontananza un gentío, antes escondido, asomó entre palmas y regocijos delirantes.

El tren era un espectáculo indescriptible, un poder sobrehumano que resoplaba como los cíclopes de la Odisea o más aún como los dragones medievales de rugido humeante.

Su traqueteo ensordecedor fue apagándose mientras se detenía, y al punto que lo hizo, de entre la niebla surgió; pálido de realeza el Rey, que, abrumado por los gestos de entusiasmo, gestos por su persona y por el tren, saludó, mientras se abría paso buscando un lugar confortable.

El Gobernador de la Casa de Campo le dijo unas palabras que nadie oyó y abriendo el séquito entre la muchedumbre tomaron el camino a la Casa de Vacas.

Todo fue muy rápido.

El decorado de gente se mantuvo inerte esperando que de nuevo el tren se cargara de energía. Chirriaron las ruedas y de un tirón sobrecogedor movió los tres vagones que formaban el convoy.

Era un final de noviembre delicioso que hizo asomar algunas sombrillas, los empleados menos abrigados lo vieron tiritando a lo lejos, orgullosos de un día señalado y cuando volvieron a sus casas, porque el atardecer se echó encima, los candiles ya estaban encendidos y la noche empezaba a ser fría como el aire que venía de la sierra.

Pepe que no se había movido de su puesto, preguntó a los que bajaban y todos le hablaron del tren, ni siquiera una vez se refirieron al Rey y menos al apeadero tan lujosamente ataviado para la ocasión.

Era difícil de suponer, pero «Pepe» nunca había visto el tren de cerca, él que estaba a pocos metros del camino de hierro.

¡La obligación!

Decía orgulloso.

«Pepe», al acabar la jornada, cogió el carburo y entró en la casa que tenía dos entradas, una a fuera y otra adentro de la tapia y se tropezó con la vieja que esperaba ansiosa noticias y le contó con pelos y señales lo que no había visto, y la vieja que no solo estaba sorda, sino mal de la vista escuchó los sonidos mirando a la pared y en su mente creo una fábula que unos días después, a la vera de la puerta donde tomaba el sol, contó a su nieto y lo contó con tal detalle que yo mismo que estuve allí no hubiera podido mejorar su relato.

Luego volví, seis años después, también en noviembre, para cubrir la luctuosa noticia de la muerte del monarca, esta vez por protocolo, la comitiva fúnebre cruzó la Casa de Campo lentamente, para que los empleados pudieran despedirse de su Rey en su camino eterno hasta la tumba de El Escorial.

Ese día la vieja, con noventa años, sentada como siempre en su silla de anea sintió pena por la muerte precipitada del Rey, con tan solo veintiocho años, y entre suspiros no cejaba de repetir las seguidillas de Torres Villaroel que aprendió en la escuela de la Torrecilla cuando niña:

“Anda la muerte lista con su guadaña

Aquí corta, allí trincha

Y acá arrebaña

Que ni cetros respeta

Ni caperuzas”.

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Yo, después tuve que dejar constancia de mis investigaciones y poner fechas y datos interesantes para los que buscaban certezas en las historias cotidianas de la Casa de Campo:

 La Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España fue creada el 29 de diciembre de 1858, pero antes en 1849 ya tenemos noticias de los estudios que se estaban haciendo en la Casa de Campo para el Ferrocarril, leemos en el periódico La Esperanza: “en la Casa de Campo se levantarán grandes planos para construir caminos de hierro que nunca se verán hechos”.

Debido a los problemas que suponía el desnivel que debía superar el tren, la estación se acabó haciendo al nivel del río en la parte baja de la Montaña del Príncipe Pio, cuando en origen se pensó que llegara el tren hasta lo que es hoy la Plaza de España.

Puente Alto sobre el camino de hierro del norte construido en 1860

Aunque la línea completa Madrid San Sebastián se inauguró el 15 de agosto de1864, desde 1861 ya pasaban trenes por la Casa de Campo al abrirse el tramo de 51 kilómetro que unía Madrid y El Escorial. 

Atraviesa la vía del norte la Casa de Campo en forma de trinchera con 2.896,97 metros de longitud de oeste a norte.

Aprovechando el paso de la línea férrea por la Casa de Campo se convino en hacer un apeadero en dicha finca para ser utilizada por los monarcas.

Era costumbre que cuando algún personaje de importancia recorría este trayecto se parara en el apeadero y fuera agasajado por los Reyes si se encontraban en la finca.

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